Hace unos años apareció en mentes febriles el sueño del culturoma, algo así como un genoma de la cultura, un conjunto de matrices invisibles, un código difícil de descifrar pero del que podían desprenderse tendencias y hasta las instituciones del pasado y del presente.
Parecía una locura, sin embargo Google tomó el guante, escaneó millones de libros que fueron cargados en bases de datos y, macerados en el caldo de las trillonarias búsquedas de su web, los puso a disposición de todos los que querían jugar con ellos: los resultados no fueron solamente experiencias lúdicas, sino que fueron publicados varios papers en journals reconocidos.
Con buena parte de la academia en contra, con contradiccones, tropiezos y grandes atajos descubiertos en la espesura de la hipertrofia de datos, poco a poco va llegando la culturómica, un modo cuantitativo de abordar las cosas sociales, con el costo posible de desdibujarlas pero que hasta acá se ha impactado en lexicografía, gramática evolutiva, inteligencia colectiva, difusión de la tecnología, estudios sobre moda, teoría de la censura o epidemiología entre otros.
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