Muerto el socialismo, viva el socialismo!

Queridos asistentes,

Hoy les propongo que nos detengamos sobre una frase que, en su aparente paradoja, encapsula nuestras desventuras “Muerto el socialismo, viva el socialismo”. Una sentencia que bien podría aplicarse al peronismo, ese particular socialismo de cuño derechista que hunde sus raíces en la tradición católica e hispana.

La primera parte de la afirmación, «muerto el socialismo», parece una evidencia irrefutable, al menos en la Argentina contemporánea. Y esta constatación es profundamente preocupante para quienes alguna vez aspiramos a que esa tradición se consolidara como una herramienta de transformación social. No es que la sociedad haya dejado de evolucionar; muy por el contrario, asistimos a un fenómeno krakatoico, una explosión de cambio social de magnitud y velocidad inauditas.

La tasa de cambio es tan vertiginosa que nos arroja a la cara paradojas que hasta hace poco nos habrían parecido delirantes. En la misma semana en que la política argentina se enfrasca en un debate esotérico sobre cómo inscribir deudas en un registro akáshico para saldar cuentas con el FMI, una porción considerable de la izquierda local justifica o incluso reivindica a un autócrata recalcitrante como Vladimir Putin. Vemos tanques moscovitas, con la bandera tricolor de un ejército conservador y en sus orígenes zaristas, bombardear poblaciones civiles en Ucrania bajo el pretexto de «liberarlas» de un modo de vida occidental que sus habitantes, supuestamente ingenuos, habrían elegido.

Esta disonancia, que parece extraída de una discusión febril en X, es el síntoma de una desorientación profunda y merece ser observada con la frialdad de un entomólogo.

El socialismo, que se había propuesto mutar científicamente la estructura social para abolir o al menos morigerar la desigualdad, hoy observa los cambios pasar con la perplejidad de un espectador atónito, que se detiene en la vereda como viendo pasar un corso. Su estado actual se asemeja al de una supernova: una estrella masiva que, en el instante de su muerte, ilumina el cosmos con un último y deslumbrante resplandor.

Pero, ¿qué era aquello que iluminaba antes al socialismo y cuya luz hoy se ha extinguido? El núcleo de esa linterna, quiérase o no, era Carlos Marx. Un agudo observador del trabajador fabril en la Inglaterra del siglo XIX, fuertemente influido por Adam Smith. Su diagnóstico fue de una precisión clínica: la sociedad capitalista estaba enferma. El problema, sin embargo, fue que Marx, habiendo identificado la noxa y la patología, carecía del tratamiento. Fue un médico brillante en el diagnóstico de la enfermedad social, pero no tenía el antibiótico para curarla.

Es aquí donde nuestra historia local nos ofrece una figura clave: Juan B. Justo. Médico, cientista social y, en un acto que lo emparenta con un Lutero socialista, el traductor de El Capital del alemán al español. Justo comprendió algo fundamental: que la tuberculosis era, en efecto, una enfermedad social, pero su etiología no era otra que la pobreza, el hambre y la injusticia. Su raíz era, en definitiva, la plusvalía, tal como había anunciado Marx. Contemporáneo suyo, otro insigne médico y protosociólogo, José Ingenieros, advirtió algo aún más intrigante: que se avecinaba un siglo de corrección política y académica, cien años de «desvaríos para quedar bien». Con las pruebas sobre la mesa, es imposible no darles la razón.

Y así fue. Ingenieros tenía razón. El socialismo extravió un siglo entero fijando su mirada en el Estado como la solución a todos los males. La fe en el «rol del Estado» —proveedor, acumulador y planificador— ignoró una verdad incómoda: dicho Estado, colonizado por las élites de siempre, jamás resolvería los problemas de fondo, sin importar cuántos recursos se le inyectaran. En sus inicios, ciertamente, el Estado moderno contuvo la anarquía feudal y, tras la devastación bélica de mediados del siglo XX, erigió por algunas décadas un precario estado de bienestar para pastorear a las masas. Pero su función primordial fue la de un aparato de administración de privilegios y estabilización de injusticias. Y no solo en la URSS. Basta preguntar a sus víctimas silenciosas: los niños, sometidos a una normatización homogeneizante de himnos y alfabetos; y los jubilados, a quienes se les ajustició con la promesa de un paraíso diferido para la vejez. La financiación de los partidos de izquierda, sostenida desde el aparato socialista-zarista de Moscú o con recursos estatales europeos, no hizo más que confirmar la naturaleza de este modelo fallido.

Pero ese mundo ya no existe. Hoy no habitamos la era de las fábricas inglesas, sino una sociedad platafórmica. Un ecosistema controlado por grandes corporaciones que ya no solo venden productos, sino que diseñan comportamientos, generan diferenciaciones y ejercen un trabajo larvado y antiestatal. Las empresas postulan candidatos, financian campañas y capturan la política para sus propios fines. En este nuevo paradigma, el socialismo tradicional se ha vuelto un anacronismo.

Como una Pangea ideológica que se fractura, la práctica de quienes aún se autodenominan socialistas estalla en una multiplicidad de representaciones inconexas. Asistimos a una suerte de final sociopérmico: las banderas de la emancipación son entregadas a minorías que en sí no reportan al socialismo: LGTBQ+, movimientos pro palestinos, ecologistas o pueblos originarios. Cada grupo las enarbola a su antojo, en un archipiélago de causas donde la articulación de un proyecto común parece imposible y sin embargo tenemos a personajes como el legislador Paulón, proponiéndose construir «grandes mayorías» a partir de estos islotes, olvidando que fueron las grandes mayorías las que los expulsaron de la normatividad social. Pero si les preguntáramos a estas voces si se sienten mayoría o minoría, probablemente dudarían en responder. El socialismo se ha derrumbado como una torre de Jenga a la que se le ha extraído su pieza fundacional. Sus restos yacen esparcidos por el suelo e increíblemente algunos pícaros se atreven a encabezar las boletas partidarias, sin entregarse un segundo a la reflexión sobre lo terrible que está sucediendo a la vista de todos.

Si esto es lo que cae, ¿qué es lo que emerge? No puedo ofrecer más que problemas. Problemas de raíces profundas para los cuales aún no existen soluciones estructuradas, apenas respuestas pragmáticas e improvisadas cuyo alcance desconocemos.

Estos problemas, a mi modo de ver, emanan de dos núcleos, dos nuevas «llamas de linterna». El primero es la dialéctica entre élites y periferias, es decir, las desigualdades socialmente estabilizadas. El segundo es la cuestión de la huella: el derecho fundamental de cada individuo a dejar una marca en el mundo, aunque sea en la arena mojada de nuestra época.

Ahora bien, iluminarse con las ideas de la izquierda hoy significa, ante todo, una ética de la sospecha: desconfiar, verificar, dudar, cuestionar. No por un afán nihilista, sino para interpelar aquello que merece ser interpelado. Significa, en esencia, no saber. Significa abandonar los eslóganes vacíos como «el capitalismo mata la poesía», que solo sirven para cohesionar a la patrulla perdida. Dudar es la esencia misma de la izquierda.

Nuestra democracia representativa, tal como la conocemos, es incapaz de negociar eficazmente entre élites y periferias. Es un sistema demasiado lento, diseñado para estabilizar y fijar, que fracasa estrepitosamente cuando se le exige adaptarse a lo nuevo. Concebida para mediar, se revela torpe en el «hacer», creando capas y capas de protocolos que paralizan la acción. Esto ya no es tolerable.

Por lo tanto, más allá del problema de la desigualdad, el reto fundamental es otro: reconstruir el «hacer social». La creación colectiva. Y este es un problema que exige mucha más reflexión antes de que podamos proponer soluciones.

Para terminar, permítanme compartir una anécdota que me contaron los nietos de Don Pepe Amalfitani. Cuando el viejo dirigente ya agonizaba, ellos, niños, corrían alrededor de su cama. Y Don Pepe, con el último aliento, les repetía una y otra vez: “Hagan. Hagan”. Quizás fue un adelantado. O simplemente un hombre con una visión clara.

Durante mucho tiempo, el interés de las izquierdas estuvo puesto en el trabajador y el trabajo. Hoy, el desafío es otro. Ya no se trata solo de cómo mantenerse productivo más allá de la alienación, de las bolsas de comida rápida o de los celulares de bordes romos. La pregunta fundamental es: ¿cómo hacer? ¿Cómo crear? ¿Cómo dejar una huella?

Ese es el desafío que emerge del estallido y la muerte del viejo socialismo. Porque muerto el socialismo de manual, viva el socialismo que está obligado a reinventarse para estar a la altura de nuestro tiempo.

Muchas gracias..

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