Nací después de 1964 y antes de 1970, por lo que deberían ubicarme en la columna “generación bisagra”.
Claro que algunos están de acuerdo y otros no saben bien que es una bisagra.
Diego V. y algunos otros me dicen que no, que nada de bisagra, que soy uno de esos pesimistas disconformes, irónicos, productivos y cínicos que ahora detentan el 80 % del poder mundial: mi lugar en la planilla debería ser entonces en los baby-boomers.
Otros dicen que no, que veo la vida como una serie de TV, que la adolescencia sonaba en clave MTV, que la publicidad es tan entretenida como su objeto y que tengo esa inconfesable sensación de inutilidad que son los síntomas inequívocos de infección por el síndrome de Generación X.
Voy a darles la razón a todos y ponerme en el justo medio, en un purgatorio de la generaciones, allí donde van a parar los que no son ni X, ni Y, ni Z, ni nativos digitales, ni generación ausente.
La verdad es que, más allá de las taxonomías que el marketing fue decantando para desarrollar exitosamente su tarea, los que nacimos en la segunda mitad de la década del sesenta nos embebimos en medios en blanco y negro.
La TV era 5 canales y a las 10 de la noche había que estar durmiendo, aunque papá todavía estuviera trabajando. Los diarios se debían leer en el camino de la casa al trabajo o viceversa, por lo que quedaban reservados a los adultos y la radio no tenia esa rayita que ahora dice FM.
Pero también había otros “medios”: para mi era el tren periódico a Córdoba, el renault 4 sobre la ruta 9, el teléfono analógico junto a la estufa de leños simulados, el ascensor idiota, los colectivos que iban a Chacarita y a Barrancas salvo excepciones, al subte de asientos duros, las veredas en bajada para usar el skate, las caricaturas para los días de fiebre, los libros de Verne para el verano y esa radio de onda corta que todas las noches gangoseaba en la pieza de al lado.
Parecían muchos, pero eran en realidad medios repetitivos, mustios y que llevaban siempre a los mismos lugares. Los medios hacían como de un asfalto hostil y aislante que me separaba de aquello que aparecía siempre alejándose.
Porque aunque eran verdaderos medios, casi no mediaban nada: eran como una especie de plastilina donde lo único que uno terminaba encontrando eran las propias huellas digitales, como un bingo infinito y desalentador siempre, en el que nunca salia el numero del mundo.
Había que escarbar en bibliotecas (censuradas), poner el despertador para pescar algún documental trasnochado, revisar las hojas aun sin despegar de la enciclopedia del abuelo o intercambiar cartas con preadolescentes del “Penfriend Club”. Conversar estaba bastante vedado a decir verdad, por lo menos en la gran ciudad de Buenos Aires.
Por eso cuando a mediados de los noventa me zambullí en Internet sentí que mi mente cambiaba para siempre, me creía parte de un grupo de colones que desembarcaba en la nueva américa electrónica.
Pero en realidad nunca salí de la generación bisagra, para bien o para mal.
Cuando nací ya no estaban ni Kennedy ni Ezequiel Martínez Estrada, pero aún faltaba mucho para que naciera ARPAnet, para Bill Gates y para el disco “Artaud”. Fue un período en el que se inventaron unos autores y unos lectores que ya no están y nada va a recrearlos. Fueron arrastrados hacia el optimismo del trabajo o hacia el optimismo del consumo.
Así nos fuimos haciendo contexto los que ahora somos cuarentones: por eso el mundo se parece tanto para nosotros a un noticiero que se repite identico todas las noches, por el mismo baticanal.