Me gusta viajar. Sin embargo, si alguien viera mi pasaporte, diría que no es cierto. Es que prefiero los pequeños desplazamientos porque aún así se pueden hacer largas expediciones. He conocido todas las provincias argentinas y mucho de los países vecinos y creo que eso es bastante.
Siempre me interesaron los espacios, sus geometrías y la vida en los lugares. De chico me intrigaba el porqué de las líneas rectas de las calles de Bs As o las curvas de la plaza donde íbamos a andar en bicicleta.
Émile Durkheim creía que el espacio era ante todo una categoría del sentido común: de no existir ese acuerdo acerca de su significado (y otros claro) sería imposible vivir en sociedad.
Quizás tenga que ver con mi infancia urbana, infancia de tercer piso por ascensor. Me crié en un mundo en altura y tanto que podía ver los barrios de alrededor a lo lejos, especialmente hacia Saavedra.
En los agitados 70 usaba regularmente el colectivo, el tren y el subte donde podía ir en el primer vagón y ver como la formación avanzaba por el túnel. Por las ventanas en cambio cada velocidad dejaba adivinar diferentes estructuras laterales, aun túneles que se perdían fugazmente en diagonal y en lo oscuro.
En los 80 ya había dejado atrás Viaje a las estrellas y ese tipo de traslados mediatizados: recorrí la ciudad sobretodo en bicicleta y en colectivo y me gustaba comparar las versiones que de un mismo lugar me daban ambos transportes. Fue la época tambien de los viajes de mochilero, de largas caminatas barbudo y pelilargo sin acceso a los satélites. Una noche descubrí que era la noche, cuando no llegué a mi destino y tuve que dormir debajo de un árbol, sin Luna y sin nadie a kilómetros a la redonda. En la metrópolis todavía existía ese arte exquisito de lanzarse del colectivo en movimiento o de correrlo y saltar adentro. El secreto era saber con qué pierna dar el salto.
Ya a principios de los noventa comencé mi partida de ajedrez con los territorios: conseguí un trabajo ambulante en los suburbios, gracias al cual visitaba pacientes en sus viviendas a lo largo de la gran ciudad y sus suburbios. Compré mi primera casita: con un FIAT 600 rojo recorría los barrios a distintas horas, a veces del Norte, a veces del Sur, otras del Oeste y luego regresaba al estacionamiento.
Avenidas, calles asfaltadas, de tierra o adoquinadas. Recorría las formas de ser que generaban. Los acentos que las bordeaban. Las lluvias y los rayos de Sol homogeneizando mi visión en la pantalla del parabrisas.
El turismo no me ayudaba para eso. Me sorprendían los espacios, pero tardaba tanto en saber quien era que cuando regresábamos empezaba a captar de que se trataba. Alguien me dijo en un viaje a Mendoza: allí donde fueres haz lo que vieres.
Disfrutaba mucho las luces de la noche, lo que iluminaba y lo que no. La noche porteña, que en mi caso era una noche hacia o desde alguna situación psiquiátrica de urgencia, desbordaba de personajes extraños para la luz de los negocios del día.
Disfrutaba tambien de lo que sucedía en esos domicilios a los que llegaba por algún llamado telefónica a la central de alguna obra social: básicamente me mostraba tranquilo y al rato todos se tranquilizaban.
Yo me detenía en los peinados, los árboles, los sillones, las huertas, los pequeños gimnasios en los pasillos, los baños, las cuchetas, las cadenas de los tanques. También disfrutaba esos viajes de una hora escuchando a Carlos Rodari a Stevie Ray Vaughan o a Pappo, pensando. Pensé así que objetos como el mantel y disposiciones como el orden debajo del espejo del baño eran tan comunes y significativos que hasta escribí un articulo sobre eso, que recuerdo leyó Julio Loya con agrado. Qué fue de ese texto ya no se.
A veces espiaba entre las chapas o el cartón que hacían de pared en las villas. Algunas construcciones eran anegadizas y el agua de lluvia entraba desde la calle hacia el comedor. Otras intentaba patinar en los pisos de mármol, hacia la escalera. Muy pocas veces hube de asistir personas encumbradas socialmente que tenían en sus baños artefactos tan extraños que aun en día los traigo cada tanto a la memoria y trato de entender para qué servirían.
Con el tiempo pude diferenciar a los oriundos del barrio de Caballito de los del partido de La Matanza, a los de departamentos de los de casa chorizo o a los localistas de los metropolitanos tanto como podía hacer los diagnósticos psiquiátricos o hacer las recetas.
Una vez, en Villa Caraza, me pidieron que no apagara el motor, que no bajara del auto y que hiciera las recetas lo antes posible, porque de pasar más de cinco minutos mi asalto sería inevitable y nada podrían hacer quienes me habían llamado. Otra, en Laferrere, mi fitito quedó tan enterrado en el barro que recién cuando logré convencer a 20 adolescentes pudimos sacarlo y colocarlo en un lugar elevado.
Luego dejé ese trabajo pero mi tesis doctoral, que me demandó casi una década tratando de entender cómo las localizaciones online influían en las creencias, comportamientos o emociones de los usuarios de las plataformas de redes sociales.
Vaya a saber. Quizás haya tenido algún problema de chico con mis espacios. No digo que sea grave, creo que es un problema atascado, que produce preguntas que se diasporizan al llegar a mi conciencia. Quizás haber nacido en Ushuaia, por ahora la ciudad más austral del mundo, haya dejado una huella.
Recuerdo que una vez Luis, un compañero de primaria, me descubrió creando un modelo para viajar por el espacio interestelar convertido en luz, sin saber que ese proyecto heredaba otro, más sofisticado, para poder pescar en el río Paraná desde el balcón de un edificio de departamentos en San Nicolás de los Arroyos.
He pensado que posiblemente pensar sea viajar. Recorrer una distancia entre el Acá y el Allá y de alguna manera tambien entre el Allá y el Acá. Acá es el lugar, donde estás, trancurris, es decir que el Allá es el espacio.
Vidal de la Blache creyó ver que la sociedad era producto de sus sucesivas adaptaciones que las sociedades hacían respecto al espacio que le ofrecía la naturaleza, convirtiéndola en paisaje. Una vez subí a un pino y cuando llegaba a la punta descubrí que no podría volver con el loro que pensaba atrapar, ya que necesitaba mis manos para el descenso. Entonces volví a subir con una bolsa atada a mi cintura.
Ms experiencias ya habían sido investigadas hace siglos. Algunos autores clásicos, increíblemente, desarrollaron incluso el concepto de espacio y lugar a partir de la idea de una totalidad. Un espacio total, general donde lo especial eran los lugares. Para Platón el lugar está ahí donde la polis no es la ciudad. El lugar sería un sistema archipiélagos espacios localizados. En cambio para Leibniz existía un orden de coexistencia entre el espacio y el tiempo que para Hegel llegaba a que el tiempo es el que da existencia al lugar. Para Valéry el lugar arquitectónico era una “magnitud completa” respecto a la pintura o la escultura . Me cuesta entender esto.
Encontré otros autores que se enfocaron en los límites del concepto lugar, bordes que podrían producir un equilibrio interno a la noción. Así para Aristóteles existe el lugar natural , ahí donde lo pesado baja, opuesto al vacío del horror. Leroi-Gourham propuso un lugar radiante y otro itinerante: el primero es inherente a los animales terrestres propioceptivos y el segundo lo es a las aves, basado en lo visual. Con estos enfoques me sentía más cómodo pero sin convencerme del todo.
Otros autores han problematizado al lugar como una dinámica entre el reposo y el movimiento. Para René Descartes la res extensa es el lugar donde los cuerpos adquieren su espacio, es decir hay una inversión del lugar al espacio, ya que todo comienza en lo humano. Es una idea demasiado moderna, creo, que en la época de Internet de las cosas merece una revisión.
Jean Duvignaud vió en los lugares depósitos de memoria y Peter Zumthor vió un trasfondo de la vida, un receptáculo, zona sensible para los ritmos vividos.
Había tambien algo más que me intrigaba: los hipotéticos fenómenos de des-lugarización, las casas vaciadas de sentido, las casas del olvido. Casas hacia donde ya no se iba a viajar porque todos habían partido.
Como los lugares comunes, de los cuales los hoteles, las playas y los shoppings donde, renunciando a la idea de lugar, se desgajan todas las cadenas de sentido que cuelgan de él. Así veo a Buenos Aires ahora. Los lugares pierden su sentido cuando los toca el intendente y hasta la ciudad misma se define más por la concentración de comunicaciones, valores intangibles, negocios inmobiliarios e intercambios en general que por la posibilidad de habitar: si se habilita vagabundear sin saber a dónde los algoritmos te están llevando, como si no perteneciera a ninguna ciudad.
Buenos Aires, o Rosario, son ciudades que recorro en GoogleMap, en Waze y en Foursquare. Las ecuaciones me llevan más o menos por los mismos recorridos. Cuando hace una década Koolhaas se adentró en este asunto descubrió no una totalidad, sino una ciudad genérica, liberada de la cautividad del centro, del corsé de la identidad, una metrópolis fractal, que se repite en un mismo módulo estructural simple, de metrópoli en metrópoli.
Ahora son más, son ciudades de la anomia convertida en patrones digitalizados, del viajar programado, donde es posible de circular sin reconocerse una identidad que sí tiene actualizada la inteligencia artificial en la nube. Por eso los pasaportes no dicen tanto y pienso que está bueno viajar, pero no son necesarias las largas trayectorias.