Ricardo vino al barrio hace poco. Yo me iré en poco tiempo. Hablamos de las paredes, las puertas y las ventanas. En realidad hablamos de quienes las pusieron ahí. Hasta hace unos años vivían los fundadores del barrio.
Los fundadores compraron lotes en la década del 30 y fueron construyendo sus casas de a poco. Los conocí pero ya se fueron muriendo y ahora mueren sus hijos. Ricardo no los conoció. Porque Ricardo vino hace poco. Ahora Ricardo viene y yo me voy, pero nos tratamos como si fuéramos viejos amigos de la infancia que están por morir y recuerdan a todos lo que han muerto.
Otro Ricardo vivía enfrente de mi otra casa. El que la había construido se había suicidado mucho antes de que yo la comprara, por eso los vecinos no la querían comprar. Yo no lo sabía que había sido carnicero el que había comprado el lote y ahí había hecho la casa en la que yo estaba viviendo. No sabía que el carnicero se había ejecutado con un cuchillo en la cocina de la casa. Ricardo tampoco sabía. Creo. Ricardo todas las mañanas salía al hospital. Yo tambien. Ricardo salía pero yo no se como llegaba, pero llegaba al primer piso del pabellón de psiquiatría, igual que yo. Pasábamos la mañana juntos. Yo como practicante de psiquiatría, él como paciente. Luego, al mediodía, Ricardo salía de regreso a su casa, igual que yo. A la tarde, muy de vez en cuando, lo veía salir a comprar al almacén. Supongo que él tambien me vería. Nunca lo conocí.
Frente al hospital militar ocupamos un departamento con Fernando. Jugábamos horas al ajedrez despreocupadamente. Yo posponía mis estudios de medicina y estudiaba ajedrez. A la semana de que nos mudáramos ahí uno de los focos de la guarnición del hospital militar nos apuntó justo a la ventana y con tanta potencia que no tenía sentido bajar las persianas ni apagar la luz. Así estuvimos unos meses, sin preocuparnos por el foco nocturno porque éramos adolescentes y porque no teníamos idea de lo que esos vecinos estaban dispuestos a hacer. Cuando lo supimos ya nos habíamos ido.
Fui de acá para allá y tuve un vecino del que no supe su nombre. El era cetrino, tenía una barba desarreglada, anteojos y no me miraba cuando nos cruzábamos por la escalera ni contestaba mis saludos de buen vecino. Ella, su compañera, cuidaba a sus dos pequeños hijos. Yo los escuchaba gritar por la ventana de la cocina. Eramos veinteañeros, con pequeñas criaturas, viviendo en un humildísimo edificio en Villa Mitre. Ellos vivían en el departamento B del segundo piso, nosotros en el departamento C. El pasillo nos separaba. Dos años después, cuando nos fuimos definitivamente, le pregunté porque nunca me había saludado ni hablado. “Nunca hablo con judíos” me dijo.
Jorge vivía en el primer piso, pero casi no lo conocíamos porque su madre no lo dejaba salir a jugar con nosotros. Los chicos de la manzana nos encontrábamos en la cortada de Olazabal, donde había varios baldíos, edificios en construcción y un asfalto que daba al paredón del tren que las generaciones de pibes habían instituido como cancha de fútbol. Un día la madre de Jorge se apiadó y me dejó entrar a jugar en el departamento. Tuve que sacarme las zapatillas y ponerme patines para pisos encerados. Hace poco pasé por ese pasillo y vi, por la puerta entreabierta, que el piso seguía impecable.