#Ucrania (II)

El fin de semana siguiente papá nos levantó temprano para ir a visitar al abuelo nuevamente. Llegamos a la estación de tren y subimos a los vagones casi vacíos. La luz del sol iluminaba a esos pocos pasajeros que se arremolinaban en sus asientos rumbo al conurbano. Partimos y en un rato estuvimos en la estación Paso del Rey. Mamá se rió cuando pregunté por ese nombre y me explicó que en Francia tampoco había reyes. Bajamos del tren y caminamos por la calle de tierra hasta llegar a la pequeña cantina, que ese día el abuelo no había abierto. Papá golpeó las manos y enseguida el abuelo apareció con una pinza de podar en la mano.

La casita la habían construido cuatro amigos ucranianos: Iván, Iván, Mijail y Mijail. Lo supe después. Fueron e hicieron la casa del primero de los Ivanes. Luego la casa de Mijail, y luego al otro Iván, y finalmente la del Mijail que faltaba. Así lo habían hecho y ahí estábamos, en la casa del abuelo Iván.


Entramos por una puerta lateral, por donde cabía una camioneta y, por una galería, desembocamos en el patio trasero, donde ya varios ucranianos conversaban practicando el idioma de su infancia. Eran voces indescifrables para mí, pero no sus gestos. Discutían muy fuerte, luego se reían y luego volvían a discutir. Mijail, el primero, el gran amigo de mi abuelo, me preguntó si había progresado en el ajedrez. Después quiso saber si ya sabía leer y escribir, aunque aún no había entrado a la escuela. Luego me dijo que tuviera cuidado con los gatos, que la otra vez uno había mordido.

Con mamá entramos a la cocina y vimos a las ucranianas amasando para preparar los varénikes del mediodía. Se escuchaban risas de una señora regordeta que daba órdenes a las más jóvenes. Llevaba un pañuelo naranja en la cabeza y un palo de amasar. Sobre la hornalla había una gran olla en la que hervían el agua. Nunca volví a ver una olla tan grande. El abuelo me advirtió que no me acercara, que podía quemarme.

Una vez por mes fuimos a esos encuentros, los domingos bien temprano. Luego regresábamos en el mismo tren, siempre con una bolsa de hortalizas y frutas de la quinta del abuelo. La abuela vivía en Córdoba y también tomábamos el tren para visitarla. Cada seis meses íbamos a la estación terminal y desde ahí a Santa María, en la provincia de Córdoba. La abuela le hablaba en ucraniano a papá y era muy cuidadosa con que el pasto estuviera bien cortado.

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