Hay un lugar en la Provincia de Santa Cruz, abundante en pingüinos desde hace milenios, donde Fitz Roy hizo reparar la nave Beagle, esa en la que viajaba Charles Darwin.
El trabajo consistió en agregar al casco planchas de cobre antes de cruzar al Océano Pacífico y quizás, como decía Anibal Ford, continuar con las tareas de espionaje que se le habían encomendado.
Décadas después, en ese inhóspito lugar, la marina argentina tenía previsto hacer balizamientos que permitirían luego colocar faros para favorecer la navegación de la zona. Había que tomar medidas, establecer distancias, colocar marcas.
Era la mañana del 25 de enero de 1916. Para la tarea de medir distancias que permitieran confeccionar un mapa actualizado se había designado al Ingeniero Maquinista de 3* Ricardo Iribas. El barco “Alférez McKinlay” lo dejó con un teodolito en un tranquilo islote pedregoso, y de acuerdo al protocolo, luego de que hiciera sus mediciones se lo pasaría a buscar.
Era un día de verano relativamente apacible. Ricardo, luego de quedar en tierra y saludar a sus compañeros, se dedicó prolijamente a abrir la caja donde tenía su equipo de medición y preparar el trípode donde atornillar el teodolito.
Algo le trajo a la mente una conversación, en la que le había dicho a Zulema en la puerta de Gath & Chaves “quien sabe si nos vamos a volver a ver”. Pensó que no era lógico que alguien de 23 años dijera “quien sabe” mientras colocaba el lente.
Ubicado todo en su lugar, mientras ponía el ojo en el grueso vidrio del equipo recordó a su pueblo recostado sobre el río Paraná y al muelle de los Traverso, donde había adquirido su afición por la navegación.
Prolijamente, en papeles que después serían inútiles, anotó con cuidado los minutos y segundos de los ángulos que iba registrando.
El planeta Tierra tiene esa rara costumbre de girar a alta velocidad, lo que produce que la fuerza centrífuga arrastre el agua hacia el Ecuador. Además, por su inclinación y la fuerza de atracción lunar, mueve de un lado al otro gigantescas masas de agua, que en la Patagonia hace que las mareas puedan subir hasta 6 metros de altura.
En girar el disco vertical estaba concentrado Ricardo, cuando notó las primeras ondas de agua fría mojando las suelas de sus botas. Helada pero bien transparente, tanto que dejaba ver las piedras del fondo como si fueran mas brillosas. Primero fue solo una sensación de frío, pero un rato después aceptó que el agua ya le llegaba a los tobillos. Ricardo guardó el teodolito y cuando terminó la pesada caja de madera flotaba.
Las olas, golpeando a 400 metros sobre la costa rocosa allá en tierra firme, marcaban el lugar adonde era imposible llegar nadando.
Cuando el agua le llegó a la cintura su islote había desaparecido completamente, era solo un resto de memoria. El teodolito flotaba lejos en su caja y mas allá las planillas con sus anotaciones. Todo se hacía ahora insignificante.
No se sabe si se quedó en el lugar o si intentó nadar a tierra firme, solo sabemos que el “Alférez McKinlay” no llegó a rescatarlo.
Ricardo Iribas, metáfora del argentino de a pie, había quedado olvidado.