1- Llegamos a la puerta y fuimos entrando uno tras otro, hasta acceder por un camino zigzagueante al claro donde nos esperaban los tres amigos.
Bajamos de los autos y cada uno, persignándose o no, se encaminó guardando las llaves en el bolsillo, aprovechando para tantear qué había adentro y de paso aflojar los nervios.
Yo sentí allá abajo unas monedas, una semilla, un par de papeles importantes que estaban ahí hace meses y las entradas al último partido de Vélez Sarsfield.
Nos pusimos en círculo y la autoridad de la agrupación inició sus palabras. Fue y vino con sus recuerdos por los tiempos pasados, dió vida a nuestro prócer y luego entregó el micrófono al hijo, que rápidamente nos trajo al padre del club ahí mismo, como si aún estuviera cada día en el primer piso con su cigarrillo siempre encendido. Por último el presidente tomó el micrófono y nos emocionó, sabiendo ejecutar las cuerdas más íntimas.
Nadie podrá que decir que nuestro fundador no estaba ahí. Su existencia, su insistencia, su asistencia al evento era evidente. Nadie podría decir que no hubiera aparecido, que no hubiera emergido ahí entre esos árboles del cementerio, que no hubiera puesto el pie en la superficie del césped.
Luego del cierre, en silencio, nos alejamos de a poco y cuando estuvimos a una distancia prudente intercambiamos los saludos de ocasión y partimos una vez más.
2- Todos sabemos que los artistas ven a los fantasmas antes que los ciegos puedan tocarlos y eso lo sabía la autora de Frankenstein, cuando descubrió el inconsciente que después sería llamado freudiano.
A mi me sucedió también sin ser artista una tarde en la que el colectivo pasó por arriba de esos dos chicos, en la zona de los lagos. Yo, que en esa época tenía unos seis años, seguí charlando con ellos durante un tiempo, cada vez que los encontraba bañándose en las fuentes parabólicas celestes de la esquina.
3- Juan Rulfo no es que ande siempre por ahí. Suele estar en la biblioteca, tranquilo, esperando, repasando lentamente las hojas como si estuvieran debajo de la tierra y hubiera que leerlas con una cuchara de arqueólogo.
Desde un tiempo a esta parte lo supo. No se como. Posiblemente comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto, cuando veía de cerca a la Graciela, con plumero y trapo y se le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo sacaran de ahí. Tal vez ellos se hubieran equivocado.
4- Los alumnos se pusieron a bailar alrededor de sus notebooks apenas pudieron. Movían sus bracitos como si, sacudiendolos, pudieran sacarles algo de adentro. Recordé mis años de terapia de grupos y de fantasmáticas compartidas.
Pude verlos en la pantalla, tan ridículos en un punto, tan ingenuos y tan anonadado yo como me habrán visto aquel año en que decidí usar el piso del aula como pizarrón y transmitir la clase por streaming, aun cuando no existía youtube.
Sin embargo, cuando me iba, después de haber guardado todo en mi mochila y apagado las luces del aula, ví que el pizarrón estaba ahí, con su tiza y ese talco inmundo, tan estruendo mudo como la primera vez.
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