La insolencia de los cambios de frente y el sentido común de Ruggeri fueron, desde el mismo principio del partido Argentina-Nigeria, como una tintura que dejaba a la vista las ondas de la tarde.
Como ver el wifi. Como ver lo que llevan adentro las miradas. Como ver que hay del otro lado de la niebla.
La solvencia de Armani en los pases y los pases a los africanos de Mascherano no podían esconder tanta argentinidad: gambetas shakespeareanas a propios y extraños.
Marcos Rojo descuidando las espaldas de Otamendi y Otamendi convertido en un Temístocles, o mejor dicho: en el mismísimo Leónidas. De última el pelotazo: una generación que recibe y que deja algo a la siguiente. La pelota y el himno idéntico, cantado por San Martín, Gardel y Macri.
Falta el gol de Messi y llega. Falta la emoción final y llega el penal de Mascherano, coronando una saga de errores graves, uno detrás de otros, como si caminara justificándose hacia su propio infierno. El delantero nigeriano convierte, da vueltas en el aire y mete miedo. El miedo necesario.
Llegan los tiros por altura de Higuain. Luego le queda atrás. Luego se le va por el costado. Sampaoli errándole a los cambios, cuando no. Llega jugar con cinco delanteros y el gol del defensor, de Marcos Rojo.
El partido finaliza. Al menos pita el árbitro. Los jugadores, por las dudas, se quedan un rato en la cancha. Y luego las fotos de Tapia, el presi, en el momento cúlmine de las cámaras y los 300 periodistas, recreando el cruce de los Andes, el vuelo del Pampero y el premio Nobel de Borges juntos: una jornada en la que volvimos a sobrevivir.
Mientras Maradona, incapaz de sostenerse parado, es cargado por sus guardaespaldas y abandona el palco rumbo a su hotel.
Se clasificó con justicia, segundo a 5 puntos del puntero, Croacia.
Comments are closed, but trackbacks and pingbacks are open.