Llegaron a la playa con los altoparlantes a 120 decibeles, suficientes para que el resto de los veraneantes pudiéramos disfrutar de la verdadera cumbia bonaerense.
La intensidad de los sonidos eran más que suficientes como para mezclar esos ritmos con los de otros bafles también gigantes distribuidos a la largo de la costa.
La tarde superaba la hora de la siesta, ese ritual católico e hispano tan paranaense.
Pusieron las sillas blancas y algo percudidas en ronda y las mujeres mayores de 35 se sentaron en el núcleo a tener los bebes de sus hijas, mientras las chicas bailaban apenas y conversaban con sus hijos mayores, casi como si fueran sus hermanos menores, en una órbita próxima.
Sobre un costado del círculo femenino, en un rectángulo estirado hacia el estacionamiento junto al alambrado del camping, los hombres hacían demostraciones geométricas con la pelota azul y blanca y de paso relojeaban perspicaces que nadie se arrimara al círculo.
Los parlantes resplandecían sus luces rítmicas contra el Sol de la tarde, mientras la potencia verdadera se transmitía por el piso, como un terremoto durarero, marcando su pum pum pum en mis pies desnudos.
En el frente de aquel aparato sónico de un metro de altura supuraban luces rojas al centro y amarillas alrededor. Pum pum pum. Me intriga aun la fuente de energía eléctrica de ese artefacto, quizás alguna batería escondida en la caja. Quien sabe.
El contenido de los temas musicales expresaban las preocupaciones reales de los humanos (la colita, tus movimientos, tu corazón, tus pensamientos, tus ritmos sensuales) y las conclusiones a las que llegaban en los estribillos no podían ser más interesantes: no pude manipularte, no me dejaste doblegarte, me abandonaste, me dejaste sin nada y mi vida no tiene sentido sin vos, tu tienes la chispa que me hace explotar, sos mi verdadero amor y el inefable “te ví con otro”.
Pensé, por un momento, si el viejo sentido de la propiedad privada no es mas que una mera extensión de la posesión de personas a las que se jura amor.
Más allá de la ocupación del tiempo y las ondas sonoras, la expansión en el espacio playero no pudo ser más soberbio por parte de mis nuevos vecinos: los pelotazos rociaban de arena las sombrillas cercanas, los perros corrían y se revolvían cerca de los que ya no se asoleaban y los pibitos zapateaban las olitas de agua barrosa hacia la costa, tratando de cazar alguna mojarrita perdida.
Muy a pesar de los teóricos que dicen que la proxemia no tiene nada para decir, mis vecinos de playa se acercaban a mi tímido territorio como si fuéramos amigos íntimos, casi goteando sus mates cerca de nuestras galletitas.
Víendolos la conclusión inevitable es que nada podría engañar ni desviar tanta alegría junta. Ni esa mierda que los políticos de las burguesías provincianas les regalan para intentar someterlos. Nada de esa bazofia nac & pop, ni de los ritmos ingleses que le gustan a las clases medias, ni la mentira de las marchitas con banderas y banderitas.
Se trata de sus cuerpos y su música y lo que las clases medias entendieron o entenderán tarde o temprano: no hay lugar para sus torpezas de semáforo, para sus autos en cuotas fijas, para sus libros de reposera ni para sus divagues políticos en TV. Nada de veganos, ni modales, ni Netflix, ni mesas con manteles y velitas tendrá lugar en estas playas.
No hay para medias tintas en este verano bonaerense.