La psiquiatría fue la excusa para que lo visitara en su departamento. Una vez por mes. Se podría decir que yo hacía de psiquiatra y él de paciente pero ambos sabíamos que no era así.
Nos encontrábamos en aquel edificio rectangular que parecía un acantilado, tirado al Sol de las tardes como otros, más o menos iguales, al oeste de la ciudad, sobre la autopista que va al aeropuerto internacional.
A veces yo subía las escaleras hasta el piso de arriba, otras los ascensores andaban. Sino había que esperar que alguien saliera y poner el pie, o llamar al portero. No le gustaba bajar a abrirme: la viudez no calculada lo tenía entristecido y unos hijos descuidados y una vida de recuerdos no eran una buena mezcla.
Se podría decir que vivía solo o acompañado de la sobriedad. Las persianas, cuando estaban altas en invierno, agrandaban el comedor. Lo blanqueaban. Al poco tiempo de mi primera visita empezamos a hablar de tango, de la vieja noche de Buenos Aires y de los años cuarenta.
Ahí iba yo, cada 4 semanas, por esos cementos sesentosos. Estacionado el renault 12 negro en alguno de los extensos playones, caminaba con la mochila en la espalda, cargada con sello, recetarios y mi cuaderno de notas.
Recuerdo que el polaco Goyeneche había muerto el año anterior y unos pocos días antes de nuestro primer encuentro Osvaldo Pugliese. Cuando toqué el botón por primera vez no pensé en eso, pero si cada vez que volví. Si yo hubiera sabido algo más que el primero había sido cantor de tangos y el segundo director de una orquesta hubiera aprovechado más aquellas visitas.
Yo había visto algunas cosas parecidas a lo que me contaba: las fiestas en los clubes de barrio, las peñas, los carnavales. Sabía que el sifón de soda era más que el sifón de soda. Había visto lo de las serpentinas, lo de las luces de colores colgadas, las pistas de baile burbujeando, pero de otras cosas que me contaba no tenía idea.
Tenía que imaginarlas. El whisky como una bebida diaria y no como eso que estaba en la repisa. El bulín, la esposa, el campana y la amante. El humo de los cigarrillos inundando el aire … bah, todo tenía que imaginarlo: la orquesta de señoritas que tocaba como en un entrepiso de arriba, el diario Crítica caliente que venía a eso de las 5 de la mañana con un raviol de cocaína, el pescadito con vino blanco para poder seguir liviano o la elegancia de los Aníbal Troilo.
En esto pensé cuando escuché que alguien hablaba de porteñidad por la radio. Recordé que una tarde me preguntó: “¿pero estas son entrevistas psiquiátricas o reportajes?”
Ese día entendí ese poema que dice:
mi barrio era así, así, así.
Es decir
qué se yo si era así…