Se me ha ocurrido un Síndrome. Lo bauticé el Síndrome de Brinkley. Si, es verdad, no creo que tenga mucha vida académica.
Este síndrome sería algo así como un conjunto de síntomas y signos que presentan las sociedades en determinadas condiciones, en las que se le administran necesidades nuevas y al mismo tiempo dispositivos más o menos locos y accesibles capaces de satisfacerlas.
La ciencia tiene mala prensa y no es políticamente correcto decir nada a favor de los científicos, pero el “indio manso” que acabo de escuchar en la radio, sugiriendo a los escuchas que le lleven prendas de familiares enfermos para sanarlos, podría aportar a lo que quiero expresar.
Es decir que los habituales estrafalarios tratamientos pseudocientíficos que se difunden por los medios de comunicación a la medianoche y que afectan significativos porcentajes de la población, especialmente los que tienen menos capacidades para detectar el fraude, produciéndoles generalmente daños de distinto tipo son un ejemplo del síndrome que propongo.
Se trata en realidad de un tipo especial de artificialización de lo anhelado, invento inglés del siglo XVIII que entre otras cosas nos legó sus novelas victorianas, las estaciones de tren y la cultura balnearia, algo que en Argentina fue posible sólo luego de la Conquista de Desierto, periplo que aseguró esos territorios costeros y arenosos para los invasores blancos.
En un punto todos necesitamos de un momento de agua, y si es salada mejor. Por ejemplo todos los films tienen agua en algún punto de su guión, pero de ahí a esa idea de Sebreli de ir a trabajar de turistas a la costa hay todo un conjunto de operaciones que nos dejan a los veraneantes en el lugar de la estupidez.
No me creía la idea de Sebreli, pero ahora estoy empezando a acariciarla. El síndrome de Brinkley podría tener consecuencias insospechadas. Debería entonces dedicarme a las instrucciones para paliar este síndrome, cosa que no haré jamás.