Estamos inundados de signos. Como indicios se enlazan unos con otros, formando inmensas redes en nuestras cabezas.
Así, la publicidad recuerda la montaña a la que sólo se accede en las vacacionales, pero tambien al alpinista que cayó por el precipicio; así el árbol recuerda la charla que se tuvo ahí hace décadas, pero tambien a la deforestación descontrolada.
Sin embargo, a veces un signo puede caer bajo sospecha de ser un signo puro, un signo obsceno, como una huella que no remite a ninguna pisada, salvo a sí misma, como acostumbran los narcisistas.
Debemos cuidarnos de no detener la caminata acá. ¿Cuando un signo no remite, cuando no alude, cuando no es un rastro? Es difícil saberlo, pero lo mas posible es que un signo sea obsceno cuando nos exalte, cuando nos arrebate y nos deje ciegos con su luz.
Los administradores de contenido de los viejos medios de comunicación como la TV, los diarios o la radio lo han aprendido perfectamente.
Al encandilarnos, la capacidad de enajenarnos que tienen los signos que no llevan mas allá de si mismos es prodigiosa y eso los hace muy útiles para el marketing, la videopolítica y el rating.
Pero ¿por qué? El asunto ha sido escarbado desde muchos ángulos. La Muerte, retratada en las telas ensangrentadas que ilustran este posteo, tienen ese poder de embriaguez, de éxtasis, de curda.
La colega Teresa Margolles en su obra ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, presentada en el pabellón mejicano de la Bienal de Venecia del 2009, exhibió sobre la pared de su sala algunas mantas con las que se envolvieron los cuerpos de víctimas de ejecuciones narcos en México.
Aquellos muertos vaciados de sangre e imágenes, desprotocolizados por el Estado, limpiados por los vecinos eventuales de la calle adonde habían caído, se resistían con Margolles a la obscenidad. Ella los hacía insinuar, sugerir.
En el museo, los restos de las víctimas descuidados como material para forenses y su sangre roja y olorosa eran lavados una y otra vez por la artista y sus colaboradores durante la exposición.
Acá puede haber algo conectable. Acá, gracias al arte, la muerte se des-vincula de lo obsceno. Margolles hace que los muertos se incluyen en una cinta de transporte de signos que los traslada y los intercambia, los desmenuza y los reemsambla para que los paseantes se embeban en nuevos sentidos.
Pero lo contrario es cierto tambien. El muerto puede ser re-obsenizado. Puede ser convertido en un objeto para el placer visual que reclama el telespectador, puede ser clavado en sus propios restos.
Ablacionado de sentidos, abiertos sus órganos y whatsapps, interrogadas una y otra vez unas manchas de sangre que se deciden a mantener el silencio, el cuerpo muerto y sus legajos empiezan a apuntar hacia sí, empiezan a presentarnos la verdad pura de la muerte no elaborable, trasladable, asumible.
Es que el muerto televisivo tiene algo para dar, indudablemente y es la sensación de un afuera de la muerte. Como telespectadores descubrimos rápidamente que no somos el protagonista del espectáculo, percibimos que no somos Nisman, o Yabrán o Severino di Giovanni y que la vida continúa un poco mas.
Sin embargo, hay mucho para temer. Nuestra propia muerte queda en suspenso gracias a la dimensión trágica de la noticia, pero enseguida se revierte en un triunfo de la muerte en un otro.
No es una muerte pensada, meditada, aceptada, sino que es una muerte arrojada en nuestras caras, sin porque, sin para qué, sin causas ni consecuencias.
Esta es la trampa del caso Nisman y sus semejantes: evitarnos el llegar a asumir nuestra propia condición de mortales, pero al mismo tiempo, saber que estamos a punto ser atrapados arteramente por la espalda.
Esta es la extraña embriaguez de algunos muertos: nos dan esa exaltación de estar vivos, pero solo por ahora.