En 1980 fui por primera vez a la Península de Valdez. Había ahí una pequeña villa para turistas llamada Puerto Pirámides, con un camping donde se compartían piletones, electricidad y duchas con los otros expedicionarios.
Estiradas sobre la costa, una larga fila de carpas alpinas abrigaba en la noche a las familias que se habían llegado con estancieras, renaults 12, ford falcons y chevrolets que estacionaban prolijamente frente a sus toldos.
Hacia el oeste, a un kilómetro más o menos, había un paredón curvo que se hundía en el mar y la primera mañana fuimos hasta ahí, a explorar las aguas transparentes e intentar recoger mariscos.
Cuando me arrojé en aquel pequeño océano me hundí más de lo que había sospechado y en el fondo, antes de subir, pude reconocer los cantos rodados formando ondulaciones.
Ascendí, tomé aire y entonces sentí una lengüeta de agua tibia en mis piernas, que envolvió mi cuerpo y me soltó. Nadé en dirección hacia adonde creía que venía ese calor pero enseguida lo perdí. Un poco más allá me volvió a rodear.
Así me la pasé, yendo y viniendo, buscando las distintas temperaturas, todas enroscadas ahí, en ese codo del acantilado. Mis fantasías de ver algún pingüino, un tiburón o ser cualquiera se desvanecieron, salvo por lo que creí que eran los lomos negros de vaya a saber que peces.
Así siento estos días mi cabeza. Nadando en la noche de mis restos diurnos y lo que los sueños van tirando por la borda. El chino del supermercado ha recibido una denuncia anónima. LLegan tres patrulleros y lo arrastran hasta la puerta, porque no les muestra el pasaporte. Cuando lo hace una lluvia de whatsapp recorre furiosa la red de pantallas.
El chat de papis ahora putea al chino, pero envía una foto de su supuesta esposa en China. El chat de médicos comenta que en Londres ha pasado algo igual, pero enseguida alguien dice que Boris se ha retractado, que no es tan anglosajón. Hay, en el chat de cardiólogos, un comentario sobre la cardiopatías por #COVID19, pero es un adjunto que nadie abre.
En el noticiero repiten la frase de no entrar en pánico, mientras que en otro canal se ven largas colas de autos llegando a las lejanas playas de acá nomás, donde el intendente ha dicho con todo su énfasis que no piensa atenderlos en el hospital.
Por eso prefiero los papers, están liberados ahora y no tengo que pagar los 10 ni 30 dólares de rigor, ni tengo que recurrir a ese extraño sitio ruso para leerlos. Los científicos y las editoriales han decidido poner todo ha disposición del público, pensando quizás que algún argentino, con el conocido alambre, resuelva este entuerto del coronavirus. Por las dudas, un equipo liderado por la Dra. Chen Wei ha desarrollado una vacuna, o un tratamiento quizás, nadie lo sabe.
El director del hospital me dice que ya no vaya, que él me va a llamar. Es extraño, yo, que he renunciado tantas veces, ahora me veo obligado a no ir, salvo que él me llame. Dice que no hay ningún caso todavía, y me pasa enseguida 5 archivos de audio sobre el chino.
Cuando el cirujano se suma a la reunión, con cara de espanto, no hace ningún comentario sobre que el director esté tomando mate, pero prefiere pasar y nos muestra un video donde un pastor bendice los frascos de alcohol en gel, por unos 10 dólares la botellita.
Otra colega, la pediatra, entra y nos muestra unas fotos de radiografías de las neumonías por coronavirus. El director nombra de memoria todos los antivirales que recuerda pero nos alerta sobre lo inútil de su indicación: te lo dan, dice, cuando ya no hay nada para hacer.
Yo tengo acá un paper, les digo, donde la conclusión que sacan es que uno de los problemas más graves que han tenido en las anteriores epidemias de coronavirus ha sido la falta de compromiso de los trabajadores de la salud con los protocolos, especialmente en Arabia y Egipto entre 2012 y 2016 y mientras lo digo me sirve de excusa para rechazar otro mate que sigue su ruta.
Alguien dice que mi curriculum es impresionante pero que mi problema es el monotributo y con eso el tema se puede desviar a la esposa del Dr. Campana. La “ex” esposa aclara la pediatra y dice que la tienen internada en terapia intensiva y que está muy muy mal. Nos inclinamos hacia adelante, como si hiciéramos una señal de la cruz pero sin hacérnosla y escuchamos que en el barrio ahora discuten qué por qué demonios el Dr. Campana no está haciendo cuarentena. La pediatra explica que llevan muchos años separados, que no se ven, pero eso no parece ser un argumento suficiente.
Cuando reviso mis emails aparece enseguida uno de la prepaga: ahora podemos atender online y para eso nos adjuntan una planilla especial. Todo será auditado, aclaran y en email siguiente queda asegurado que no van a atender los teléfonos, porque los administrativos harán home office.
En la pantalla de la sala de espera escucho otra vez que no hay que entrar en pánico. Una señora, que se ha puesto la cartera arriba de la falda y se agarra a ella como si fuera una madera salvavidas, mira atónita al televisor, como si el relator ya no estuviera ahí, como si ni la pantalla, ni los consultorios, ni todo el centro de salud siguieran ahí y ella estuviera iluminada por una gran luz blanca en un enorme espacio hueco.
Ninguno lleva el virus en sus pulmones, eso creemos, por eso el director nos ofrece unos mates. O sí, lo llevamos. Lo cargamos en formas extrañas, formas que nos envuelven por segundos y luego nos sueltan, mientras seguimos nadando los dias.
Yo salgo del agua y dejo que los rayos del Sol me sequen. Para toser me pongo el hombro frente a los labios, me resulta más estético que eso de andar tosiendo en el codo. La luz va borrando las sensaciones de la turbulencia. De las aguas mezcladas.
No dejo de salir de la sorpresa esa, de sentir tantos cambios de temperatura.
Para entender al coronavirus, pienso, vamos a necesitar un gran oceanógrafo. Uno que pueda explicarnos todas estas corrientes virales.
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