Cuando los guerreros de los pueblos originarios mataban a los soldados blancos que invadían sus territorios cumplían luego algunos rituales.
Básicamente les cortaban las ropas y la piel mientras recitaban cantos sagrados, luego les despellejaban cabelleras para ornamentarse, seleccionaban órganos espirituosos y despanzurraban el abdomen, o sea los destripaban: dejaban así marcas que balizaban un pasaje de fuerzas, de espíritus, desde la víctima al triunfador en la batalla.
Los flechazos y el filo de los cuchillos hacían así de extensiones, de sistema litúrgico, de aduanas de almas.
Una aduana siempre implica una barrera y un punto de paso donde se exigen credenciales. Por ejemplo el Poder es interpretado por muchos como ese mismo sistema de aduanas y por otros justamente como lo que distorsiona su ejercicio saludable.
Se puede decir además que aduanas hay de muchos tipos, en múltiples niveles del funcionamiento social. Por ejemplo en Occidente los rabinos o los curas ofician de policías entre la vida a la muerte, inclusive en ambas direcciones. Las cosas electrificadas también adquieren su vida si pasan a través de las señas correspondientes y dejan pasar dentro suyo electrones. Lo sabemos desde Frankenstein. Por insignificantes que sean sus huellas tambien enfrentan peajes que cobran los doctores, los ingenieros o los matemáticos y por supuesto otros dispositivos eléctricos. Baste hacerse una resonancia magnética o apretar el botón del ascensor para entenderlo.
Entonces se podría pensar que la vida y la muerte son convenciones, justificaciones de la existencia de aduaneros, estabilizadores de distancias fijas entre la carne y el silicio o entre la naturaleza y la cultura. Hace años mis alumnos se espantan cuando les planteo la disolución del sujeto en el objeto, o del microscopio en la bacteria. Tan profundo llevan grabado lo contrario, a pesar de que cada vez logran darle menos valor a sus estudios secundarios, que resuelven el tema dándome el sí de los locos.
Hay sin embargo algo que merece especial atención en este asunto, porque ha quedado en un borde,y es el de la duración. La duración es una preposición. Me gustan las preposiciones, debería confesarlo a esta altura. A, ante, bajo, cabe, con …. porque no llamarlas tambien pretemporalidades?
Ya Philip Dick decía que el tiempo era una forma de crear prisa. Lo que no vió, quizás, era que el apuro creaba tambíen lo humano. William Gibson a su modo se arrimó a esta percepción: su alucinación colectiva, su estupidez colectiva, su inteligencia colectiva estaba hecha de distintos tiempos, es decir de diferentes velocidades y duraciones.
Tendemos a pensar que las cosas (o los individuos) que se desplazan lo hacen más lentamente o más rápidamente. Pero qué sucedería si pensáramos desde otra perspectiva? Y si la velocidad es la que va utilizando distintos soportes, distintos puntos de paso? ¿Y si las aduanas son temporales en vez de espaciales?¿Y si este clima artificial es simplemente y nada más que un complejo ruteo de diferentes velocidades totalmente naturales?
Comments are closed, but trackbacks and pingbacks are open.