Ha desembarcado el Algoritmo a nuestras vidas y sin embargo siguen llegando a la orilla los restos de la vieja cultura hecha de anécdotas, libros, relatos, paseos y conversaciones.
¡Qué mejor ejemplo de esto que lo que nos muestra la televisión estos días! Vemos por ejemplo que el socio principal del grupo “kirchnerista” (fuera lo que fuera aquello) no pagaba sus impuestos, o que su testaferro principal cobraba coimas del 400 % y cosas así, cuando al contribuyente promedio bastaba un mes de atraso para que por email, carta o hasta personalmente le llegara un atemorizante reclamo. Vemos todo eso, pero sabemos que nada va a poder seguir haciéndose cuando el software tome el control, como está sucediendo en muchas áreas de la sociedad.
Veía las imágenes de los hijos de los “apoderados” contando dólares y me acordaba de las charlas que tuve hace 13 años con un hoy encumbrado dirigente, cuando me decía que la lógica del saqueo de los fondos públicos iba a pasar de ahí en adelante por el exceso de información más que por el ocultamiento que había caracterizado al menemismo, la forma previa de peronismo.
Es decir: se ocultaría al árbol en el bosque, no al árbol. Parecía funcionar, aunque los hechos mostraron que muchos peronistas siguieron con las viejas prácticas de esconder. Todo esto está a punto de cambiar radicalmente: las conversaciones se volverán cada vez más cortas, los relatos insignificantes y las historias se convertirán en reservorios de errores por enmendar.
Ese modelo que empezó con Lanzas de Schöningen ha terminado con la caída del Vuelo 370 de Malaysia Airlines clavándose en el océano, piloteado por un robot. Se ha agotado porque hoy en dia se puede buscar el sentido en la sobreabundancia de información y al mismo tiempo ya no se la puede ocultar nada. Ya no habrá que saquear.
Así como los militares no podían saber que el ADN iba a ser su condena, los políticos de principio de siglo no sabían que las máquinas inteligentes iban a entender lo que hicieron, navegando en el mar de los datos ahora excesivos.
Un maravilloso ejemplo es AlphaGo, de Google DeepMind, una plataforma capaz de jugar artificialmente al milenario Go. Hace poco AlphaGo superó al mejor humano en la materia: Lee Sedol.
Si bien Lee Sedol ganó un partido contra AlphaGo (demostrando que hay todavía una esperanza para humanidad), no hay mucho que festejar, justamente porque la herramienta evoluciona a partir de sus errores: los diseñadores de DeepMind le enseñaron a jugar contra sí misma, sin descanso, mejorando su juego con el tiempo.
La posesión de un enfoque más intuitivo para la resolución de problemas permite que el software de inteligencia artificial funcione en entornos altamente complejos.
Por ejemplo, las acciones con altos niveles de inpredictibilidad como hablar o manejar un auto que antes eran inmanejables para la IA ahora se consideran técnicamente solucionables, gracias en gran parte al Deep Learning (algoritmos o fórmulas de aprendizaje automático para enseñar a las máquinas cuestiones abstractas).
Una de lo que resulta extraño de AlphaGo es que hizo jugadas que sorprendieron a los analistas especializados y cuando eso llegue a otros cuestiones menos lúdicas como el diagnóstico de enfermedades, la investigación de productos farmacéuticos, la reducción de la inseguridad urbana, la gestión de las redes de energía o la protección contra las amenazas informáticas el impacto en las vidas cotidianas podría ser revolucionario.
Sin embargo, dilema de tranvía mediante, la pérdida del control humano de procesos que hasta ahora creíamos imprescindible tener en nuestras manos es un tema que va a ser debatido por un par de generaciones.
¿Cuánto control deberíamos entregar a Google para disfrutar de los autos sin conductor?¿Debemos diseñar un control humano de la Inteligencia Artificial? ¿Podría desarrollarse una Inteligencia Artificial perversa? ¿Cuánta voz deberán tener las corporaciones, gobiernos, expertos o los ciudadanos en estos asuntos?
Sea como sea el plano está ya lo suficientemente inclinado como para que los algoritmos sigan inundando la geografía de nuestra mente compartida. Indudablemente la cantidad de control que soportamos como especie biológica tiene un tope. Se trata de una resta y una suma y el resultado no parece ser otro que el triunfo del posthumanismo.
No es el fin de lo humano, es el volver del homo sapiens sapiens a un lugar secundario en la evolución de las especies capaces de transmitir abundante información.
Hoy las máquinas son mejores y a ellas les gustan las tribus, la redarquía y la cooperación entre merituados. Los gobiernos centrales y sus alfiles (presidentes, ministros, etc) tienen poca soga. Poco lugar queda entonces para ocultarse en lo poco o en lo mucho y para las polaridades en las que nos estuvimos recostando durante siglos (naturaleza/cultura, sujeto/objeto, público/privado, etc).
El corchete de las lanzas de Schoningen se ha cerrado.