El viaje había sido breve, pero muy extenso.
_ Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.
Acomodó su sombrero a un costado y se reclinó.
_ Finalmente nos encontramos! Ya no puedo ver su país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad… ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre.
El cemento y el polvo eran los huesos de este territorio.
_ La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
La sombra se mantenía, firme, recortando los trazos del piso. Era ese tiempo del calor, cuando el aire sopla caliente, jabonoso.
_ ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
Era la hora. La hora en que los niños jugaban en las calles de todas las ciudades, vaciando con sus gritos el silencio de la tarde. Cuando aún las paredes reflejan la luz amarilla del sol.
_ Entonces no le ha ido tan mal. Imagínese, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.
Así era la vida y así era la muerte en las grandes ciudades: tarde o temprano tenía que pasar algo y sin embargo no pasaba.
_ Sí, verdad. Después anda uno por ahí, muerto, haciendo como si estuviera uno vivo.
Rulfo y Borges, en mis sueños.
Comments are closed, but trackbacks and pingbacks are open.