La noche previa los periodistas televisivos y radiales, como brujos revolviendo un extraño brebaje, debatieron sobre el falso 9 hasta después de la medianoche. La conjura funcionaría, al menos en el primer tiempo.
Por la mañana, en el principio de la emisión por la TV Pública, el folclore emergió como esas liturgias que aseguran el futuro: en el tarareo colectivo, en la tragedia del cartel de entrada mental, en el calentamiento previo.
Así es el partido de fútbol entre Francia y Argentina: cachetazos uno detrás de otro, mano a mano, con momentos de calma chica. Actitud y carambola batidos y Macaya Márquez alertando sobre la velocidad de la inteligencia, no solo la del cuerpo, pero nadie puede escucharlo.
Angel hace un gol y hasta Mercado otro, pero nada evita los comentarios microcefálicos de Ruggeri, que no podía entender que si la pelota tenía que pasar indefectiblemente por Mascherano había algo muy enfermo en el equipo. Algunos jugadores se apagan y la red se deshilacha, más de lo que estaba, aunque no lo suficiente como para que no se pudiera lograr algún milagro más.
Como si el siglo XVIII permaneciera escondido en cada objeto, esperando, el juego de dados se repite en los cruces de mitad de cancha: un rebote y un gol, un centro al área pero que termina en el ángulo, un rebote-gol y así sucesivamente.
Poco a poco la rueda de los ciclos largos se impone sobre los arrebatos, los intereses de las corporaciones de la imagen sobre las ilusiones futbolísticas inyectadas en chicos ya crecidos y el peso de la realidad sobre la picardía del grupete que se apropió de los sellos de la centenaria historia de potrero.
Millones de personas observan cada detalle, como si pudieran ver en el sufrimiento de un equipo de fútbol los órganos despanzaurrados de su país, sin advertir que están en offside, que están fuera del juego. Lo que ven es desgbierno y la idea clara del DT en no planificar nada y cegarse en su propia intuición: entonces no hay relevos, hay esfuerzos individuales, hay falta de trabajo orgánico y hay milonga, pero los otros también bailan.
Mientras golpean la pelota y a los contrarios pareciera que los jugadores argentinos navegan en los vagos recuerdos de cuando los guiaba José Pekerman, el último entrenador cuerdo que les pusieron.
Quizás si sacamos algún santo y lo paseamos delante de la inundación bajen las aguas y no sea necesario hacer las canalizaciones. Y sino cambiaremos el santo. Llega otra derrota. Lloran en Bangladésh, Catamarca y Calcuta pero ignoran el asunto en Londres. Tanto denuedo otra vez no sirve para que nos miren.
Un comentarista dice: no hicimos las cosas bien, lo que seguramente es cierto para este partido y para esta parte del planeta, mientras empieza a tejer los argumentos que permitan incinerar algún chivo expiatorio.
Después del final el DT asume todas las culpas, pero niega el paso al costado y afirma que la gestión fue “compartida”. Contaba con el mejor jugador del mundo pero algo falló. Es sutil pero cada televidente sabe que se está sacando el poncho. Que no puede ir más allá de su narcisismo.
Nadie puede decir que esto que pasó no era necesario, habrá que ver si es suficiente. Mientras tanto las ciudades y los pueblos vuelven a encenderse. Vamos a almorzar tarde.
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