La ciudad es un artefacto extraño. Se la puede vivir de muchos modos. Un ideograma que usan los chinos para ciudad tambien sirve para aludir a muralla.
Se podría decir entonces que las ciudades, al menos para algunos chinos, definen un adentro y un afuera.
Adentro se sabe, se pronostica, se tiene identidad. Afuera la guerra, la incertidumbre, lo que no hay que conocer.
Si bien las ciudades tienen unos 50 mil años, fue recién con la modernidad que nació el anonimato ciudadano, esa anomalía que consiste en andar por ahí mirando, sin que nadie te moleste.
Con la invención de la ciudad moderna una persona podía salir de su lugar esperable y deambular por calles disfrutando ser desconocido. Descubrir que ya no se tenía que ser como había prescripto o como los demás quisieran debe haber sido una experiencia trascendental, sin retorno.
Hasta entonces del hijo del herrero solo se esperaba que fuera otro herrero: hasta el hijo del herrero lo sabía y de ahí el apellido Herrero. Pero los paseantes modernos cambiaron eso. Por ejemplo Oscar Wilde salía a caminar para compartir momentos con seres de “naturalezas mezquinas y mentes inferiores” pero que ademas no sabían nada de él, y por lo tanto le daban la libertad de pensarse, de crearse.
Este modo de estar en las ciudades, el flâneur, en el que Walter Benjamin veía la figura esencial de lo urbano, mezclaba algo de detective aficionado de sí mismo y de antropólogo de qué le hacía la ciudad a sus vecinos.
Es que con el anonimato la identidad ya no dependía de los atributos conocidos: para el flâneur el YO era algo por crear, no algo dado, no una marca de nacimiento. Mucho se ha hablado de flâneur, un personaje que actualmente está en retirada obligada.
Con los celulares hay como una reversión: los algoritmos basados en BigData con los que se conectan, la geolocalización que develan todo el tiempo, las topologías de redes sociales que predice nuestros pasos y conexiones, el machine learning aplicado a las performances mas cotidianas resituan al urbanita en una identidad conocible por la ciudad y sus artefactos, aunque opaca como un ideograma para la misma persona.
Pasear entonces deja de ser algo silvestre. El paseo ha sido diseñado. Eso nos lleva a descubrir que silvestre es lo que olvidamos como modificamos: la subjetividad es tan artificial como Google. Perdidas las herramientas de la autocreacion subjetiva, arrojados de nuevo a la mirada obsena de las pantallas las cosas vuelven a otro estado silvestre, diseñadamente silvestre.
Google, Facebook, Life360, Twitter saben tanto que ya no podemos flanear. Al reprogramarnos un conocimiento socialmente esperable y desconocido para nosotros volvemos a un YO precargado, aquello de lo que nos había liberado la modernidad.
Sin embargo reinyectar elementos no necesariamete sea dañino: por ejemplo la reintroducción de lobos renueva el sentido del miedo en los alces, que dejan de destruir los brotes de arboles en las riveras de lo arroyos. eso hace que vuelvan los castores, sus diques y se detenga la erosión que aniquila todo.
La neovigilancia de los algoritmos ubicuos trae un nuevo miedo, el miedo a incrementar la incertidumbre hasta un punto de ruptura. Algoritmos que nos entienden a nosotros, pero que vemos como si fueran escritura china.
Habrá que sucede cuando hagamos como los alces y nos vayamos a consumir a los contornos, con los castores y la erosión.
Quizás estemos viendo los últimos gestos de los flâneur antes de que se leante nuevamente la muralla, para que la metrópolis se llené de badauds, es decir “papanatas” dedicados a sobrevivir stlakeando.
Será así o los hackers podran salvarnos?