Oscar Vilarroya cuenta en Palabra de robot, Inteligencia artificial y comunicación que los robots Aibos desarrollaron un argot propio, tan propio que los mismos investigadores del laboratorio que los estudiaban no los podían comprender.
El Aibo fue un robot que Sony fabricó hasta el 2006: tenía una intensa sensibilidad electrónica y la posibilidad de desplegar alguna intencionalidad, por ejemplo apropiarse de una pelota roja que se les arrojaba en un lugar al azar.
Los aibos tenían unas características bien extrañas: estando muertos parecían vivos y siendo cosas no necesitaban de voceros que los representaran ni que los motorizaran desde afuera.
El otro rasgo es que se movian con autonomía, tanto que uno creía que no eran "cosas".
En algún punto su trayectoria los cruza con los primeros proyectiles a explosión de la Edad Media: para comprenderlas Juan Buridano y Nicolás de Oresme habían creado la teoría del "impetus".
Si a las cosas se les cargaba un ímpetu se movían y hasta consumir ese ímpetu el movimiento se conservaba.
Sin embargo, con esta explicación chocaban con la disparatada teoría de Aristóteles, la antiperístasis, que sostenía que el proyectil era empujado por la fuerza del aire que ocupaba el lugar vacío que el cuerpo dejaba al desplazarse. Y no era aún una buena época para agarrárselas con uno de los padres de la filosofía, cosa para lo que Galileo estuvo un poco mejor parado con sus ideas de "inercia", una forma modificada de impetus.
Este sendero me lleva al otro cruce que me interesaba, a saber: arriesgarnos a conjeturar una cierta autonomía de los psicofármacos, desenganchada del empujón que puedan darle los médicos o los pacientes o las campañas de marketing.
Dicho de otro modo: los medicamentos desarrollaron su propio argot?
Para avanzar mas me he juntado algunos materiales para cocinar: el 20 % de las historias clínicas de un centro que asiste a unos 350 pacientes psiquiátricos, las que empezaré a desgranar en próximos posteos.
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