Bobby Fisher nació y vivió en la tangente: era hijo del físico nuclear y colaborador en la construcción de la bomba nuclear Paul Nemenyi del que se sospechaba simpatías por los soviéticos y de Regina Fischer, una mujer hiperactiva, culta, políglota (hablaba seis idiomas) y por si eso no bastara comunista, judía y estudiante de medicina durante cinco años en Moscú.
Bobby había Nacido en Chicago en 1943, año en que su padre los dejó: un tiempo después era un desastroso escolar en la Erasmus High School de Brooklyn, que jugaba contra sí mismo al ajedrez.
Igual que Kasparov, llevaba el apellido y la lengua de su madre, a la que odiaba, igual que Mijail Tahl tenía una memoria y una inventiva tremendas.
La guerra fría era el marco general en el que se vivía y cuando jugó por el campeonato mundial perdió el alfil en la primera partida contra un Spassky que en el 1972 de Reikiavik casi todos consideraban imbatible.
¿Como se puede estar tan en los bordes?
En esa época mi abuelo me llevaba diariamente a la sala de ajedrez de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires y ahí lo pude ver pasar rumbo a la pileta, cosa que me quedó años en la retina.
Como todo paranoico siempre tenía razón, hasta que una orden de captura por haber violado en 1992 el embargo impuesto por la administración de Bill Clinton a Yugoeslavia lo puso final y definitivamente a la defensiva.
Estuvo meses en una prisión japonesa y hace poco murió en Islandia, país que le había dado asilo.
Si pudiera homenajear a alguien lo haría con Fisher y Jaime Emma, (por los análisis de sus partidas), que encendiron en mi cabeza la pasión por el ajedrez.
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