Con cierta mezcla de tristeza y alegría regreso por la ruta panamericana a Buenos Aires. Me he propuesto no hacer esos balances de fin de año rutinarios: ni económicos, ni afectivos, ni cognitivos.
Mientras avanzo pienso solo en ese extraño cartel que nos advierte que no caminemos ni circulemos en bicicleta.
Que dirán los próximos carteles?
Regreso triste por la enfermedad de personas queridas y por la entropía haciendo lo suyo sobre lugares y recuerdos anhelados.
Regreso contento por la llegada de nuevos seres a la familia y por cierto alivio económico momentáneo, que se respira en algunos lugares del país y del que algunas porciones puedo disfrutar de a breves porciones.
Sin embargo, hay una pequeña nota al margen de las cosas de la vida que me ha dejado por el piso: a una casa que durante más de un siglo se la mantuvo con las puertas abiertas a la calle y al pueblo, sin que nadie aprovechara esa situación para el saqueo o la violencia, la he visto cerrada, con porteros eléctricos, con rejas, con las llaves puestas.
Una casa para mi infancia entrañable, pero supongo que para cualquiera sería maravillosa, a pesar de estar casi en ruinas.
Se me dirá que la impunidad, que el desempleo, que la crisis económica crónica, que las condiciones deplorables que vive gran cantidad de la población, que la industrialización y posterior desindustrialización, que algunos tienen ciertas hormonas modificadas que los hacen más propensos a delinquir.
Se me dirá que el delito o como se lo quiera llamar existió siempre, que ningún viajero del siglo XIX hubiera osado cruzar la pampa sin guardaespaldas, que los malones indios, que los jóvenes conservadores, que la mazorca rosista, que el terrorismo de Estado, que la crisis del 30.
Se me dirá que se trata de prevenir, de reprimir, de dar oportunidades, de redes del delito, de memes, del paco, de las drogas, de Tinelli, de los blogs, de los cajeros, de la falta de normas, de la sociedad de control, de la vida en los countries, de la vida en el instante, de la vida de los ricos, de los pobres.
Se me dirá que al General San Martín, cuando era un teniente desconocido, lo asaltaron una noche y lo dejaron tirado creyéndolo muerto, igual que a Magallanes, igual que a Floro, que a Horacio, que a Carlos, que a Julia.
Se me dirá que la ley construye al ladrón, que la cárcel enseña a delinquir, que los dirigentes del club River Plate roban con un teléfono lo que a un chorro le llevaría varias vidas saltando taperas, que la tolerancia cero, que la genética, que el negocio de las barras bravas y de la policía, que los ejércitos particulares, que no fue Yabrán sino la bonaerense.
Se me dirá que hay épocas para todo: vacas flacas y gordas, modernidad y medioevo, ramal que para ramal que cierra y precios de la soja.
Se me dirá que la mayor violencia es la de las escrituras: tanto porque alejan al lector del autor, volviéndolo un desconocido, como que alejan a los habitantes del mundo de su propio planeta Tierra, volviéndolos marcianos que viven en un conurbano espantoso porque alguien tiene papeles para vivir en las mansiones urbanas.
Se me dirán muchas cosas, pero la verdad es que la puerta estaba cerrada.
Eso es lo que yo puedo decir.
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