Hoy la televisión comenta que Argentina a comenzado a exportar instructores de hinchadas de fútbol a México, Colombia y otros países. No es nada institucional, simplemente contratan a los jefes de las barras bravas.
Yo ya sabía que nuestro admirado Markitos, jefe de la hinchada del club Velez Sarsfield, había andado haciendo consultorías en el interior de la Argentina para equipos que se juegan el ascenso de categoría. Se que fue con un grupo de sus mejores espadas, pero esto de andar por el mundo ya es más importante. Realmente son muy pocos los que pueden traspasar a las futuras generaciones todo este caudal folclórico urbano.
Viajar de un lado a otro enseñando estas semblanzas, estos aprietes y jerarquías de golpes no es moco de pavo y menos en estas lides tan feroces.
Se trata de transmitir fielmente la liturgia de los escalones de cemento, de como llevar el ritmo de los tambores, de como crear la magia que subleva o tranquiliza a los miles de fanáticos que, como yo, vestimos los colores de nuestro club.
Se trata de enseñar que el fútbol pasa ahora por las hinchadas y que el juego en el pasto es parte del decorado.
Voy a la cancha, entre tantas cosas, también para distraerme de los 6 dólares que me pagan las obras sociales y las prepagas por asistir a cada uno de sus afiliados, luego de 20 años de cargar de acá para allá con mis títulos universitarios.
Voy a la cancha porque puedo todavía correr un buen rato si se crean corridas, porque puedo saltar, esquivar piedrazos y gritar sin quedarme tan afónico y porque amo el ritual del fútbol.
Increíblemente, mientras estas cosas suceden, termino la lectura del célebre "Buenos Aires y el interior" de Alexander Gillespie, que no deja de ser una descripción actual de la ciudad y sus costumbres, aunque fuera escrita hace dos siglos.
Con la mirada de un espía que hurga todo y lo convierte en sabroso para el desconocedor, este inglés nos muestra algo vigente: los gestos son los que mandan en Buenos Aires.
Gillespie es un espía y soldado, sí, pero ya en aquella colonia española que se convertirá en Argentina hay signos de lo que serán el elogio de la traición llevada a su máxima expresión y una seguidilla de desfalcos que hoy forman parte de lo que cada año se anota en el libro de la memoria del saqueo.
Hasta una cocinera de cantina se percataba: cuenta el libro que van los soldados ingleses a comer y se sientan en la misma mesa que los débiles soldados de la ciudad, luego de la vergonzosa rendición de los porteños y las mujeres los increpan a estos últimos por miedosos, por vendepatrias.
Esas cosas y otras anota Gillespie, como lo que trascribo abajo, que escribió como un cualunque capitán ingles partícipe de las invasiones de 1806, respecto al grupo eclesiástico dominante con el que se encontró en aquella expedición.
Yo no se si podría adaptarse fácilmente a los sindicalistas, políticos, docentes universitarios, abogados, barras bravas o médicos de la capital argentina de hoy, y quizás pueda extenderse aún a mas colectivos.
Decía Gillespie:
"Maestros en doctrina ... sin comprenderla, imitadores devotos en todas las ceremonias ... que eran incapaces de entender, e instructores licenciados de preceptos, que eran los primeros en violar, no es de admirar que en tales manos la inteligencia se apagase, que las formas invalidasen la esencia real de la bondad y que los crímenes triunfasen sobre las leyes .... bajo la preponderancia de tal dominación"...
Que fácil sería contrastar esta descripción, ya tan vieja, con la docencia universitaria local o con la mafia sindical de principios de siglo XXI!
Dice en otra parte: "Los recursos pecuniarios de la clase media son agotados por las supersticiones de la Iglesia o para mantener a los sectores más viles e indignos"
Según puede verse, caminando por la Avenida Rivadavia a la altura del parque del mismo nombre, un grupo inversor sindicalista adquirió y recicla ahora el viejo Sanatorio Antártida, para convertido en poco tiempo en el templo sanitario de los camioneros del país.
Y sigue así la danza de la fortuna: exportar barras bravas, sindicalistas convertidos en empresarios negreros, médicos proletarizados al nivel de carteros, sistemas de gestos en el lugar de sistemas de argumentos.
En otro país esto sería imposible, pero acá estamos.
Después de todo, el libro termina con una confesión del Capitán Gillespie: dice llevarse del país la mejor de las impresiones.
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