Paul Ekman, catedrático de psicología de la Universidad de San Francisco, catalogó más de 100.000 expresiones faciales humanas.
Además de un brutal trabajo en el que demostró su meticulosidad obsesiva, demostró también que, independientemente del sexo, la edad o la cultura, siete emociones básicas son interpretadas con el mismo significado por todos nosotros. Estas son: enojo, felicidad, desprecio, tristeza, sorpresa, repugnancia y temor.
El tema no quedó ahí, los neurobiólogos se arrojaron sobre este paquete para tragárselo de una, buscando las bases neurobiológicas del asunto: así Eric Kandel encontró que las percepciones relacionadas con el temor activaban la amígdala cerebral, un área basal relacionada con el temor.
Cuanto más inconsciente era un estímulo, cuanto menos podía ser evaluado conscientemente y cuanta mayor era la ansiedad de base del voluntario, mayor era el grado de activación del área mencionada.
Se fue gestando lo que ahora es la teoría de Ekman que dice que la neurocultura reconoce la influencia simultánea de factores culturales y naturales o mejor, que es un híbrido de lo que preferimos discriminar como naturaleza y cultura.
Así, sobre un patrón de expresiones neurales hereditario, un sistema de reglas de exteriorización culturalmente variable regula cómo y cuándo cada expresión puede ser realizada.
A no dudarlo: la neurofilosofía, como una especie de nuevo Luna Park, se prepara para unas interesantes veladas boxísticas, con postulantes al título que vendrán por derecha y por izquierda, por la empiria y por la estructura, por las ideas o por los hechos.
Habrá que ir anotándose, mientras, en el ringside, Kant y Locke se dan la mano y Bruno Latour sonríe confiado.
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