En las vacaciones (que novedad!) uno se permite deslizarse hacia otro ritmo y el tic tac del cerebro retumba diferente. Las calles parecen más suaves, más lentas, más calles. No es el mismo asfalto, claro, el de Ramallo que el de Buenos Aires. Pero es asfalto, después de todo.
Ramallo queda a 200 kilómetros de Buenos Aires y a doscientos años del mundo globalizado. La buena conversación es imprescindible, vital. El ser leído puede ayudar, pero poco. Los dígitos, aunque van perforando todas las viejas paredes, no terminan de romper el modo de vida.
Estoy en un ciber y alguien entra y pide que le hagan un trámite por Internet. Suena mi celular: me invitan a comer un "pecheto". Donde están las play? pienso.
Las costas de Ramallo aún escapan a los registros obsesivos del turista. No peaje, no flash, no video, o poco al menos. Es como una cantina donde se puede pasar a la cocina a revolverse el puchero. Todavía hay que saludar al desconocido que uno cruza por la calle, como si estuviera en plena colonia española.
Celebro varias cosas:
Mi abuelo está por publicar su libro en su ciudad natal.
Han vuelto las luciérnagas pero no pienso más, solamente pienso que regresaron.
Vuelven también algunos peces: paties, sábalos y "armados" aunque aún sin volumen como para convertirse en milanesas.
Vuelvo yo, después de varios rulos y sigo la tanza hasta el nudo de mis días de niño.
Celebro comer pescado fresco y despertarme a las 6 de la mañana para tragarme el día.
Celebro al río Paraná, sus olores, su tibieza, su sobriedad.
Pienso: nadie visita la misma orilla del río dos veces.
Ya volveré, Buenos Aires.