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22 de Febrero 2008
Puertas al cielo
En estos días se nos dice (y decimos también) que las palabras son casi inútiles, que son poco pragmáticas. No sirven. Por algo será que se venden tantos psicofármacos.
Hay que escribir menos de 20 palabras, menos de 10, hay que dejar de escribir, hay que dejar de hablar.
Las imágenes valen más que un millón de palabras, imágenes auditivas o visuales, no importa, pero si es posible deje de leer esas gigantografías de la autopista. Vea que lindos los colores fosforescentes señora.
Es una cuestión cultural y los profesionales lo sabemos bien, porque tenemos un vínculo especial con la cultura. Sin duda es así.
Por caso un psiquiatra, un veterinario o un ingeniero. O un político, un abogado o un diseñador de indumentaria. No importa mucho; mientras tenga un título bajo el brazo sabrá como hacer para que nada se entienda.
De lo que se trata para nosotros los profesionales es de hacer mashups, híbridos de profesión/cultura, monstruos mitad cultura y mitad "nombres raros".
Pucha! Hasta esto que escribo responde a estas premisas, trataré de salirme de la trampa un segundo: el asunto es básicamente tomar creencias colectivas e históricas y metamorfosearlas en el lenguaje profesional.
Vió? No pude señora.
No es miedo mi querida amiga, es un ataque de pánico. No es el jefe que te llama a deshoras, es la libertad de estar comunicado. No es una garrapata, pobre perrito, es parasitosis, un arco de 34 grados, un programa, el exhorto o mismísimo equilibrio de colores al oleo.
El secreto es que una vez reintroducidos en la cultura, estos monstruos hacen que todos seamos un poco más impotentes, más pobres, que estemos más indefensos, más agotados.
Algo hay que hacer con tanta debilidad, con tanta indefensión señora. Hay que albergarla, ponerla en barracas, vestirla.
Pongámosle palabras difíciles y veamos, y sino, saquemos las palabras.
Se contratan entonces espacios en los sindicatos, se organizan programas especiales, se dan discursos que parcelan e incuban un raquitismo progresivo, como el alzheimer, como la inseguridad, como la fiebre amarilla.
Los efectos son inquietantes, pero nombrarlos es innecesario, ya que no produciría ningún efecto. Ya lo dice Victor Hugo respecto a Grondona, es que queremos ver el fútbol señor, "déjenmé tranquilo!".
Todo se va destilando con este suave proceso. En las clínicas los problemas son reenviados al cotidiano del paciente, pero ahora con palabras que él no entiende. Distimia señora, distimia! Listo, pase el que sigue.
El hombre no puede cruzar el río a nado, no está autorizado por prefectura, se necesita un ingeniero que diseñe un puente seguro. Un buen puñetazo no puede poner las cosas en su lugar, se necesita un representante legal. Nunca entendí ni un solo renglón de todo lo que han escrito mis abogados ni los jueces que han fallado o acertado a mi favor o en mi contra, pero siempre supe que tendría que hacer después.
La capa donde todo esto produce más daño es en de la construcción cultural de la enfermedad.
La expansión del vocabulario médico lleva el dolor a un punto incomprensible. Hasta lo normal es patologizado progresivamente: se nos exige ahora que no seamos como todos, que seamos nosotros mismos, diferentes en todo. Tendremos que animarnos a consultar a alguien que sepa.
Por las dudas, mas allá de las palabras hemos abierto un paraíso de imágenes. Por eso, señora, ya las palabras no son necesarias.
Veo los enormes carteles sobre la avenida en los que se ofrece omeprazol, reguladores del sueño y ácido acetilsalicílico, por cierto medicinas que en otra época necesitaban supervisión médica. Sería inútil describirlo, denunciarlo, comentarlo o discutirlo, es tómalo o déjalo y ahora hay que desconfiar de las palabras. Por eso se venden tantos psicofármacos.
En vista a la desconfianza que producen las palabras toda una nueva religión química ha llegado para quedarse mucho tiempo, para ayudarnos con tanta debilidad y temor. Es una vuelta más en la tuerca.
Alabado sea el señor.
Publicado por lukasnet a las 22 de Febrero 2008 a las 08:59 PM